Observando
Reportaje del fotógrafo de guerra Chris Hondros, en Liberia durante el 2003
Nadie muere sin haber vivido y, en el caso del fotógrafo de guerra Chris Hondros, con su fallecimiento partió también el testimonio de más de media decena de guerras que aún respiran. El dolor ocupa todo el espectro de la luz, incide en el visor de la cámara; invade el diafragma e inunda el pecho del fotógrafo, fotografiado y espectador.
El dolor posa nítido en la guerra incluso desenfocado. Sierra Leona, Iraq, Kosovo, Liberia, Pakistán. Sus nombres anuncian desastre humanitario, titulares de noticias bélicas y activistas sociales desaparecidos. Hasta ellos viaja Hondros, varias veces al año, para ver el desarrollo del conflicto. En la orla de las naciones desunidas estos países repiten curso por quinta vez: son los más viejos, arrugados por la deshidratación y la guerra.
Ayudó su instantánea de un joven combatiente en una Liberia herida durante 2003 para que las Naciones Unidas tomaran conciencia sobre la perturbadora situación del país africano. Las fotografías de Hondros no ayudan a ver para creer, sino a ver para doler.
Leyendo
En el vientre de la yihab, de Alexandra Gil
Sencilla y rápida. Si es un lector constante, la lectura del libro de la periodista Alexandra Gil, En el vientre de la yihab, no durará mas de una semana. Posiblemente, el mismo periodo de tiempo que tardó la madre de uno de los protagonistas en viajar desde Francia hasta Estambul: para una vez allí, cruzar la frontera hasta Siria, país hacia el que su propio hijo ya emprendió un año y medio antes el mismo viaje; pero con el objetivo de combatir en las filas de Daesh.
El libro se compone de testimonios de las familias, en concreto de las madres a excepción de un capítulo en el que la historia es narrada por el progenitor, de aquellos jóvenes que viviendo en Francia o Bélgica decidieron unirse al ejército del Estado Islámico.
Sencilla y rápida. La metamorfosis de estos hijos, hermanos, y amigos tiene explicación. Se lamentan algunas madres ante la periodista de no haber anticipado el giro radical de sus hijos, no haber vigilado con más entusiasmo el cambio de amistades, o no intuir en sus nuevas costumbres religiosas un atisbo de radicalidad infundida por el imán de la mezquita contigua.
Caminando
Casa de la Memoria, Medellín (Colombia)
Enquistada entre muchas comunas, cerca de la Quebrada Santa Bárbara y lejos de la zona cosmopolita, el núcleo moderno El Poblado, encuentra uno caminando la Casa de la Memoria. En mis recuerdos, una entrada amplia con techos muy altos, en la mesa de la recepción un libro de tapa dura poblado de firmas nacionalidades y fechas. Brasil, España, y gringos. En las entrañas del recuerdo, el lóbulo límbico colombiano reconstruye la historia del conflicto a través de los sentidos. Violencia contra la tierra y todas las formas de infertilidad del piso tras el paso de guerrillas, ejército y narcotráfico por las postrimerías de los Andes.
La Casa acoge un glosario de términos en los que niños reescriben la definición de conceptos relacionados con la vida y la guerra.
Paz
“Es el fruto de la tierra que todavía sobrevive”, Daniela Narváez, ocho años; “es para unos que matan mucho”, Jonny Alexander, ocho años.
Niño
“Humano en tamaño pequeño”, Alejandro López, nueve años; “Damnificado de la violencia”, Jorge A. Villegas, once años.
Celia Arcos